Ahora que tanto se habla del Vaticano y de sus luchas internas y de sus triquiñuelas muchas de ellas presuntamente delictivas e incluso criminales, ahora que sabemos que dentro de esta burbuja de hierro en la que se mueven los privilegiados de la Iglesia ocurren presuntamente brutalidades sin cuento, creo que es un buen momento para hablar de la misoginia de la Iglesia perpetrada como un ejemplo por los papas y sus secuaces y demostrada hasta la saciedad con la defensa de unas creencias que se han transmitido a la sociedad de siglo en siglo, jamás desmentidas , y por un comportamiento social y político contra la mujer por parte del ejército de párrocos, obispos y cardenales que no tiene desmentido posible.
Nunca hemos tenido fe en la defensa de los derechos de la mujer por parte de la Iglesia por más que tanto humildes sacerdotes como orgullosos obispos hayan presumido de una doctrina sobre ella, que la defendía de todos los males que en el mundo la amenazan. Las mujeres, sin embargo, no queremos protección sino solo igualdad en dignidad y derechos. De hecho la mejor prueba de la misoginia de la iglesia reside en el hecho de que a la mujer no se le permite ser ministro de dios, y por algo tiene que ser, porque de ser iguales que los hombres no habría motivo para negarle ese privilegio. Por tanto es fácil argumentar que para la Iglesia las mujeres somos inferiores, sea social, económica o moralmente hablando, sea como habitantes de segunda categoría de la Tierra, el poder de la cual reside en el hombre de donde proceden los ministro de Dios, la cohorte celestial que vela en torno a su legal representante. Es la Iglesia la que ha adjudicado durante siglos la impureza a la misma identidad de la mujer como lo demuestra que hasta hace muy poco tiempo, las madres debían ir a purificarse en cuanto había nacido su hijo. Nos falla la memoria pero yo que tengo una edad provecta no solo recuerdo cuando este rito era preceptivo sino que yo misma tuve que ir con una vela encendida siguiendo a la comadrona que con el recién nacido en brazos me abría el paso hasta la parroquia donde un cura vestido con alba blanca y armado de un hisopo nos recibió a golpes de agua bendita y parrafadas de latinajos hasta que consideró que ya me había purificado lo suficiente y me despidió haciéndome hincar la rodilla ante el sagrario. Pero no recuerdo que el padre de mi hijo tuviera que hacer lo mismo que yo hice porque como me dijo el cura cuando quise saber el motivo, los hombres no son impuros a no ser que lo quieran ser. Al parecer la Iglesia considera que nosotras lo somos queramos o no, por esencia, es decir, nacemos en el fango de la impureza, por esto no podemos ser ministros de dios.
Es la Iglesia la que ha elegido una de las epístolas de san Pablo a los Efesios donde se dice que la mujer estará sometida al marido, para que le sea leída a la novia el día de su matrimonio y se entere bien de que la libertad social, física, económica y de pensamiento no se ha hecho para ella. Es la Iglesia la que durante siglos y creo que incluso hoy en día ha oído las súplicas pidiendo ayuda de las mujeres maltratadas recomendándoles, o mandándoles simplemente, que aguantaran por el bien de la familia, y es la iglesia la que nunca protestó frente a unas leyes franquistas que marcaban la diferencia de delito entre el adulterio de la mujer y el del hombre condenándola a ella a penas diez veces superiores a las del hombre cuyo pecado ya quedaba disminuido por el cambio de nombre, que para él no era adulterio sino simplemente amancebamiento. La retahíla de reproches no tiene fin en una institución que además tiene como referente una figura, la de Cristo, que nunca jamás se definió en contra de la mujer, ni montó ninguna teoría sobre su origen y pureza, ni mandamiento alguno sobre su sometimiento y comportamiento, y que la única vez que los fariseos frente a una mujer que iba a ser lapidada por adulterio le requirieron que se definiera dijo: "el que esté libre de pecado que tire la primera piedra".
Una primera piedra que el Vaticano en peso no ha dudado en tirar contra lo que suponía una pérdida de intereses o incluso de influencia y que cuando hubiera tenido que tirarla contra sí mimo no hizo más que esconder la basura bajo la alfombra pagando indemnizaciones millonarias a las víctimas con la condición de que sus múltiples y asquerosos delitos sexuales no salieran a la luz pública.
El Vaticano, el Estado menos democrático del mundo, el que no tiene empacho alguno en practicar la adoración de su líder, al menos a simple vista, que a lo largo de su historia ha practicado el asesinato, la corrupción, el afán y la exhibición de riquezas, la lucha por el poder, y muchos otros asuntos que escandalizarían a Cristo si volviera a resucitar, es un reducto donde la mujer solo aparece como sirvienta, enfermera, monja vigilante, y presuntamente practicante de las labores de su sexo, pero a la que se le ha negado cualquier tipo de actividad que suponga pensamiento, estudio o criterio, no se la ha dejado entrar ni en las salas de reuniones de los cardenales ni siquiera en los centros de estudios ni por supuesto en los ámbitos donde se toman las decisiones. Para el Vaticano la mujer sólo existe si se limita a actuar como una servidora al servicio de lo que sea y de quien sea. Ahora que se nos habla de la presunta desaparición de una joven en el agujero negro de esta casa de dios hace ya unas décadas, presuntamente por vergonzosas actividades a las que fue sometida por los esbeltos cardenales, creo que vale la pena recordar lo que se nos deja ver del Vaticano para que nos demos cuenta de que efectivamente no hay mujeres como tales en este Estado minúsculo y tan antidemocrático como el peor, como una manifestación de su profunda creencia de que la mujer no sirve ni ha de servir para otra cosa que para servir, a no ser que acepte su condición de esclava del señor y acuda cuando pueda la plaza de san Pedro y con sonrisa meliflua y alegremente arracimada con sus congéneres aplauda con pasión al papa que le despoja de su dignidad y le niega sus mas eleméntales derechos, los que corresponden a un ser humano completo con todas las facultades mentales y emocionales que supuestamente el dios al que adoran le concedió al crearlo. ROSA REGAS